Ángel Alejandro Gutiérrez Portillo
Universidad Juárez Autónoma de Tabasco (UJAT), México
http://orcid.org/0000-0002-7349-1221
gupalex@live.com.mx
07/12/2020
08/06/2021
El reacomodo de las prácticas y creencias religiosas es una de las transformaciones sociales más significativas del último siglo en México. Aunque la mayoría de su población no dejó de ser católica, se convirtió en una sociedad diversificada religiosamente. Esto fue el producto de varios sucesos sociopolíticos derivados de la Independencia, que se aceleraron en la Reforma, en el período porfirista, revolucionario, posrevolucionario y contemporáneo, los cuales han sido un factor de cambio en el territorio nacional. Son precisamente estos acontecimientos, los que nos van a permitir enmarcar, de manera sucinta, la conformación de la pluralidad religiosa en México.
Reconfiguración; diseminación; pluralidad religiosa; México.
The rearrangement of religious practices and beliefs is one of the most significant social transformations of the last century in Mexico. Although the majority of its population did not cease to be Catholic, it became a religiously diversified society. This was the product of several socio-political events derived from the Independence, which accelerated during the Reform, the Porfirian, revolutionary, post-revolutionary and contemporary periods, which have been a factor of change in the national territory. It is precisely these events that will allow us to frame, in a succinct manner, the formation of religious plurality in Mexico.
Reconfiguration; dissemination; religious plurality; Mexico.
Una de las metamorfosis culturales más representativas en México es la relativa al reacomodo de las prácticas y creencias religiosas. Para el estudio de dicho fenómeno histórico-social hicimos una revisión sistemática sobre los hechos del pasado con la finalidad de encontrar explicaciones causales a las manifestaciones propias de la sociedad actual. Este modelo de pensamiento empleado en las ciencias sociales nos permitió identificar que la población en México no ha dejado de ser católica, pero se convirtió en una sociedad pluralmente religiosa. Esto fue consecuencia de diversos acontecimientos económicos, políticos y sociales surgidos en la Independencia, en la Reforma, en el Porfiriato, en la Revolución, Posrevolución y en la época contemporánea. Tales sucesos fueron un ingrediente en la transformación del paisaje religioso en el territorio nacional.
Con base en los censos oficiales nacionales, la mayoría de la sociedad mexicana se adscribió como católica hasta la década de 1970, a pesar de que estaban asentadas otras iglesias en el territorio nacional desde el siglo XIX. La población en México se identificaba plenamente con el catolicismo romano-mariano. La escisión religiosa fue asunto de una minoría, permitida como parte del pensamiento liberal. No obstante, las doctrinas cristianas no católicas fueron señaladas como sectas, antipatrióticas y extranjerizantes. El ideal de pluralidad religiosa expuesto por simpatizantes en el período de la Reforma nunca tuvo una razón, porque se contraponía a los intereses de la Iglesia católica (De la Torre, 2008; Blancarte, 2010).
Sin embargo, desde hace cinco décadas se viene dando un proceso de modernidad, laicidad y secularización1 que ha transformado las preferencias y las adscripciones religiosas de la sociedad en el país (Blancarte, 2001; De la Torre y Gutiérrez, 2007; Hernández y Rivera, 2009; García, 2011). Nociones como diversidad, pluralidad, interculturalidad, tolerancia, equidad, respeto y otras similares se han incorporado a la cultura popular que estuvo inmiscuida en el conflicto entre un anticlericalismo radical y un catolicismo conservador. La historia de esta mutación es el resultado de la conformación de la pluralidad religiosa en México.
Como sabemos, desde el momento en que los españoles llegaron a tierras mexicanas, establecieron su forma de observar, de pensar y de vivir el mundo. La institución que más permeó e influyó en la cosmovisión de la población originaria fue la Iglesia católica, apostólica romana. Durante muchos años, la Iglesia católica fue quien ejecutó durante la Colonia una política que velaba por los intereses de la Corona española (Gutiérrez, 2017; 2019).
Al respecto, el sociólogo y antropólogo mexicano Guillermo De la Peña, puntualiza que la conformación del campo religioso2 en México “tuvo como punto de partida el ímpetu evangelizador de los misioneros del siglo XVI, que emplearon la persuasión y la fuerza para extender el catolicismo sobre las nuevas posesiones de la Corona española. Los misioneros no vacilaron en adaptar sus enseñanzas y sus prácticas a las viejas creencias y usos de la población indígena” (2004). Este período concluyó con el inicio del movimiento de Independencia, que puso fin al dominio español en la Nueva España.
Cuando se consumó la Independencia de México, la naciente nación se reestructuró sociopolíticamente, pero durante décadas el ideal de emancipación se mantuvo entre liberales y conservadores católicos, lo que culminó con la Reforma.3 En esta etapa se suprimió el fuero eclesiástico en materia civil con la Ley Juárez de 1855. Con la Ley Lerdo de 1856, se prohibió que “cualquier corporación civil o eclesiástica tuviera capacidad legal para adquirir en propiedad o administrar por sí bienes raíces; tampoco podía retener su usufructo, exceptuándose los edificios destinados directa o inmediatamente a servicio u objeto de la institución (conventos, palacios episcopales, colegios, hospitales, hospicios), así como una casa unida a ella que tuviera como propósito la habitación de quien sirve al objeto de la institución, como puede ser el párroco o capellán”. Con la Ley Iglesias de 1857, se estableció que los aranceles parroquiales para el cobro de derechos y obvenciones fueran suprimidos para que no se cobraran estipendios en los bautismos, amonestaciones, casamientos y entierros; “castigaba el abuso de cobrar a los pobres, y si la autoridad eclesiástica denegaba por falta de pago la orden para un entierro, la autoridad civil local podía disponer lo contrario”. Con la Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos de 1859, pasaron al Estado las propiedades de la Iglesia. “En virtud de esta ley se confiscaron los bienes eclesiásticos sin indemnización alguna”. Con la Ley de Matrimonio Civil de 1859, se elevó “el matrimonio a la categoría de mero contrato civil celebrado ante la autoridad administrativa. No otorgaba efectos civiles surgidos del matrimonio canónico, y establecía las causales en materia de separación”. Con la Ley Orgánica del Registro Civil de 1859, se fundó “la institución del mismo nombre con el propósito de llevar un registro de los nacimientos, matrimonios y defunciones, actividades que hasta ese momento eran exclusivas de la Iglesia católica”. Con la Ley de Libertad de Cultos de 1860, se instituyó el derecho a practicar públicamente la religión que uno eligiera y se rechazó la imposición doctrinaria (Patiño, 2011: 71-78).4
Con base en García (2011), las Leyes de Reforma “constituyeron el mayor ataque liberal a la riqueza eclesiástica”, donde “se estableció la supremacía del poder civil sobre lo eclesiástico, recortando las posibilidades de la Iglesia para intervenir en asuntos públicos” (201-202).
La promulgación de las Leyes de Reforma (1859-1863), aceleraron el proceso de separación entre el Estado y la Iglesia. Estas fortalecieron al Estado mientras la Iglesia se volvía más ortodoxa, más centralizada, vertical y romana (Pani, 2011). A partir de ese momento, “la soberanía republicana ya no requirió de la legitimidad sacra (…) tampoco se consideró a la religión católica como el elemento por excelencia de integración social o de unidad nacional” (Blancarte, 2001: 850).
Para 1860 llegaron a México los primeros misioneros de iglesias protestantes, amparados por la Ley que proclamaba la libertad de culto en el territorio nacional. Los liberales consideraron fundamental que se ejerciera la libertad religiosa, no porque fuera necesaria, sino “porque era útil para alentar la inmigración, pero el interés principal del gobierno era debilitar a la Iglesia católica, como adversario político, distrayéndola con un adversario dentro de su propio terreno simbólico” (Bastian, 1983: 47).
De acuerdo con Schuster (1986), “el protestantismo mexicano de esa época se va a nutrir de sacerdotes que habiendo abandonado la Iglesia católica pretendían en un principio formar una iglesia independiente de Roma, pero para sobrevivir terminaron vinculándose a las iglesias protestantes norteamericanas, fundando las primeras iglesias de esta religión en México (…) El protestantismo de estas primeras iglesias fundadas con la participación de misioneros representantes de sociedades misioneras interdenominacionales o de sociedades bíblicas de los Estados Unidos de Norteamérica, penetró entre las clases económicamente más débiles de las poblaciones del centro y norte del país, mismas que se encontraban en proceso de modernización y en las que se habían establecido las compañías extranjeras” (13-14).
Años más tarde llegó la etapa conocida como la República Restaurada (1867-1876), donde se aplicaron con rigor las Leyes de Reforma a la Iglesia católica mexicana. Durante este período la Iglesia perdió gran parte de su influencia económica y política en el país. “El viejo ejército conservador, tan inclinado a la indisciplina y la revuelta, por fin estaba disuelto. Los gobiernos regionales estaban bien asegurados en manos liberales; y se habían reducido en gran número las propiedades comunales de la tierra. Sin embargo, estos logros no produjeron los resultados esperados, ya que la expropiación de las tierras de la Iglesia no hizo surgir una clase de pequeños campesinos –como las propiedades se otorgaban al mejor postor, las adquirieron los propietarios locales más pudientes– y esto, muy a pesar de los liberales más radicales, no logró más que incrementar la fuerza económica y la cohesión política de la clase dominante de ricos hacendados ya existente” (Katz, 1992: 15).
No obstante, en el Porfiriato (1876-1911), se optó por una postura más laxa, que permitió la reconciliación del Estado con la Iglesia. Si bien, Porfirio Díaz no signó un concordato con el Vaticano, estrechó las relaciones personales con los obispos y toleró muchas de las actividades del clero que infringían las leyes (Katz, 1992).5
Aunque también durante el Porfiriato se establecieron, con el apoyo y la protección política de los liberales y del propio presidente, diversas sociedades misioneras en México (Bastian, 1983).6 Entre ellas: “Iglesia de los Cuáqueros (1871), Iglesia Presbiteriana (1872), Iglesia Congregacional (1873), Iglesia Metodista (1873), Iglesia Bautista (1880), Iglesia Cristiana (1895), Iglesia del Nazareno (1906)” (García, 2011: 215). A su vez, añade Schuster (1986) a la Sociedad de los Amigos (1871), la Iglesia Congregacional (1872), Iglesia Presbiteriana Asociada Reformada (1878), los Bautistas del Sur (1880), la Iglesia de los Hermanos y los Adventistas del Séptimo Día (1891), la Asociación Cristiana de Jóvenes (1901) y la Iglesia del Nazareno (1903).
En aquel tiempo la Iglesia católica experimentó “una verdadera reconquista: reforma interior, reorganización administrativa, mejor formación de sacerdotes, encuadramiento de los seglares, progreso de la enseñanza dada por los religiosos, progreso de la prensa católica” (Meyer, 1985b: 45). Asimismo, la Iglesia católica vivió una intensa actividad en obras de beneficencia y educativas, pudo desplazarse con vigor en el dominio social, después de la publicación de la carta encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII.7 “La aplicación de los principios cristianos en las relaciones entre patronos y obreros, propietarios y campesinos, capital y trabajo, pasó a ser la preocupación de los obispos a partir de 1900; era aproximarse al domino político que permanecía estrictamente vedado a los católicos” (Meyer, 1985b: 46). Con ello, la Iglesia irrumpió en el ámbito social acelerando el proceso de recatolización en el territorio nacional (Guerra, 1991).
A pesar de que la relación Estado-Iglesia no fue un tema prioritario en la agenda política de Porfirio Díaz, las discusiones que se tenían permearon los debates en el parlamento. Hubo personajes que defendieron a capa y espada la libertad de culto como uno de los derechos fundamentales del hombre. Otros dejaron a un lado lo abstracto de los conceptos, para señalar que ese argumento era inconcebible para el pueblo mexicano (Pani, 2011). Durante este período, “la principal amenaza para la Iglesia no venía del Estado sino de los misioneros protestantes y de los movimientos disidentes que se producían en el campo” (Katz, 1992: 45). En palabras de Jean Pierre Bastian (1989), se puede decir que, con el liberalismo, la disidencia y la tolerancia religiosa llegaron los primeros protestantes a finales del siglo XIX a México.
El movimiento protestante se implantó y desarrolló en México en regiones pioneras, esencialmente rurales, a menudo alejadas de los centros de poder regionales, con una economía agroexportadora en expansión. En esas regiones, marcadas también por una tradición política liberal radical, el protestantismo reforzó reivindicaciones que buscaban la autonomía, precisamente en el momento en que el Estado oligárquico de Porfirio Díaz instauraba un proceso centralizador que destruía las libertades locales o regionales (…) El protestantismo fue, también, un fenómeno urbano que prosperó entre los empleados de los servicios y los obreros de los barrios nuevos (…) Esta articulación entre lo rural y lo urbano fue una característica de las estructuras protestantes, las cuales, si bien se beneficiaron de la infraestructura misionera urbana, no abandonaron la conciencia liberal, rural, anticatólica, antilatifundista y antioligárquica (Bastian, 2011: 115-117).
Desde entonces, la presencia de protestantes y de otras doctrinas no católicas ha quedado plasmada en los padrones nacionales. En el censo de 1900, México tenía 13.6 millones de habitantes, de los cuales 13.5 millones se declararon católicos, es decir, el 99.9% de la población total. La demás población se repartió en 51,796 protestantes, 2,062 budistas, 134 israelitas, 2,414 otros credos, 18,635 ningún credo, 12,563 se ignora (INEGI, 1930).
Para 1910, había en el país 15.1 millones de connacionales, de estos 15 millones eran católicos, lo que equivalía al 99.9% de la población total. El resto de los habitantes se dividió en 68,839 protestantes, 10,598 budistas, 254 israelitas, 6,349 otros credos, 24,972 ningún credo, 16,181 se ignora (INEGI, 1930).
En una década el país aumentó un millón y medio de personas. Sin embargo, de los 15.1 millones de individuos contabilizados en 1910, el 71.4% vivía en localidades rurales, y tan sólo el 28.6% residía en zonas urbanas (INEGI, 1930). Básicamente era una nación rural. Esta característica fue favorable para que en esos espacios germinaran las doctrinas no católicas, pues era evidente la ausencia de la Iglesia católica en el medio rural.
El siguiente padrón fue el de 1921. Recordemos que en ese tiempo la nación estaba en ruinas por la Revolución de 1910.8 Después del movimiento armado, el país mostró las huellas de la violencia, de la lucha de clases, de la intensa disputa ideológica y política. Cientos fallecieron en las ofensivas, pero muchos más murieron víctimas de la epidemia de influenza española, otros abandonaron el territorio. El período revolucionario dejó profundas secuelas en la sociedad. De hecho, es la única década del siglo XX en que la población registró un descenso de más de 800 mil habitantes, pasando de 15.1 millones en 1910, a 14.3 en 1921 (Aboites y Loyo, 2010).
En este contexto de inestabilidad social, el Estado en construcción pretendió consolidar la estructura de las nuevas instituciones. En aquel tiempo el número de católicos fue de 13.9 millones, los protestantes ascendieron a 73,951, no se contabilizaron ni budistas ni israelitas, otros credos 35,607, ningún credo 108,049, se ignora 195,947 (INEGI, 1930). Es lógico que la Revolución mermó a la población católica, pero los protestantes, respecto al censo anterior, incorporaron a sus filas a 5,112 creyentes, mientras que el sector sin ningún credo sumó a 83,077 individuos.
Una de las consecuencias del movimiento armado que contribuyó en la disminución de la feligresía católica fue la incorporación de todas las clases sociales al ámbito político. “Las clases bajas, pobres, hechas a un lado por el porfirismo y por los regímenes liberales anteriores, descubrieron que su movilización y organización podía influir en la manera de conducir al país. Se hallaron de pronto con que sus demandas de mejoría, ya fuera en forma de tierras, aguas, salarios más altos, derecho a huelga y a la contratación colectiva, viviendas, educación, salud o participación política, no sólo eran legítimas, sino que podían imponerse a todos los que buscaban con ansia ascender en su carrera política” (Aboites y Loyo, 2010: 595).
Otro resultado de la Revolución que afectó a la Iglesia católica y a sus devotos fue la promulgación de la Constitución de 1917. Se sabe que ante tal suceso, la jerarquía católica mostró su inconformidad con el Estado por varios artículos anticlericales estipulados en esta; no estaban de acuerdo con la regulación estatal en materia de culto y educación, ni con la prohibición para poseer propiedades, ni por el nulo reconocimiento jurídico.9 “Con estas disposiciones, el Estado emergente surgido de la Revolución ajustó las cuentas pendientes de su larga batalla contra el clero católico y estableció restricciones aún mayores que las de la Constitución de 1857. De manera particular, puso énfasis en asegurar el control sobre el proceso educativo haciendo a un lado todo contenido religioso y privó de sus derechos jurídicos y políticos tanto a la iglesia como a los laicos en tanto que pretendieran reivindicar una identidad política católica (…)
Esas medidas restrictivas fueron la punta de lanza de una nueva ofensiva del Estado posrevolucionario por apoderarse del control ideológico de la sociedad y por maniatar todavía más al clero y a los fieles católicos. Ese espíritu anticlerical de la nueva élite política liberal, fortalecido por su control de un Estado nominalmente dotado de mayores atribuciones y facultades, dieron comienzo a una nueva etapa en la que la fracción triunfadora de la Revolución llevó a cabo una ofensiva sistemática contra el clero para cerrar todavía más los espacios que le quedaban a la Iglesia católica y afirmar la supremacía del Estado laico posrevolucionario” (Ávila, 2013: 267-268).
En el caso de los diversos regímenes de la Revolución Mexicana es claro entonces que buena parte de las restricciones jurídicas impuestas a la Iglesia, se acercaban mucho más al razonamiento marxista que a las tesis liberales emanadas de las revoluciones burguesas europeas del siglo XIX, según las cuales la libertad de la religión se alcanza con la creación de un Estado laico. En el caso mexicano, las leyes anticlericales (y en ciertos períodos la acción gubernamental), no se limitaban a establecer un Estado laico, separado de la religión (donde cada uno tiene la libertad de escoger su religión), sino que en ciertos casos pretendían obtener la desaparición de esta en la sociedad. La diferencia esencial con el pensamiento marxista era que, mientras que el Estado mexicano buscaba con esta política reforzar su posición en la sociedad, el pensamiento marxista pretendía su desaparición (Blancarte, 1993: 19).
La molestia de la Iglesia contra el Estado trajo nuevamente una disputa por la sociedad. Por una parte, la Iglesia no dejó de insistir en la necesidad de reformar la Constitución de 1917, porque esta contraponía el sentimiento y aspiraciones del pueblo mexicano. Por la otra, el Estado posrevolucionario sabía que para consolidar su autoridad debía confinar a la Iglesia al ámbito de la enseñanza y a la liturgia privada. Sin embargo, el Estado consideró que la Iglesia católica era una pieza importante para la reconstrucción del país. Por ello, “durante el gobierno de Álvaro Obregón, aunque no hubo un acercamiento de éste con los católicos ni se cerraron las heridas abiertas en los años previos, hubo una relativa disminución en la ola anticlerical de 1914-1919. De hecho, Obregón devolvió a la Iglesia todos los templos confiscados en ese quinquenio” (Ávila, 2013: 269).
Por su parte, Plutarco Elías Calles en su mandato presidencial mostró una política muy radical hacia la Iglesia. Desde un principio Calles declaró que el atraso del país era culpa de la Iglesia católica. Si el gobierno pretendía establecer el desarrollo se requería luchar contra la influencia de esta en la sociedad. Para ello, existían diversas formas: aplicar las leyes, vigorizar la educación, contraponer los intereses de la Iglesia católica, entre otros. Con el apoyo de Plutarco Elías Calles, el 21 de “febrero de 1925 estalló en la ciudad de México una escisión en el seno de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Su promotor fue el sacerdote José Joaquín Pérez Budar, quien se apoderó del templo de la Soledad y, junto con ocho sacerdotes más, fundó la Iglesia Católica Apostólica Mexicana. Lo original del movimiento, entre otras cosas, fue que desconoció al Papa, atacó a los miembros del clero que se habían apoderado de las mejores iglesias, defendió el uso del español en las ceremonias religiosas, se opuso al celibato, al cobro de tarifas elevadas por la impartición de los sacramentos y se mostró nacionalista y respetuoso de las leyes y de la Constitución Política de 1917” (Ramírez, 2002: 103).
La jerarquía católica y los fieles reaccionaron a estas medidas antirreligiosas a través de las leyes, de la resistencia cívica y de la violencia. Esto lo hicieron a través de diversos escritos que enviaron al congreso y al presidente de la nación con la misma solicitud: derogar las leyes anticlericales. Para llegar a un acuerdo el Episcopado Mexicano se entrevistó con Plutarco Elías Calles. “El 21 de agosto, Calles, reunido con los obispos conciliadores Pascual Díaz y Ruiz Flores, reafirmó que no daría marcha atrás y que los católicos no tenían más que dos caminos, o sujetarse a la ley o lanzarse a la lucha armada para derrocar al gobierno. En su informe de gobierno el 1º de septiembre, Calles notificó que se habían clausurado 129 colegios católicos, 42 templos, 7 conventos y 7 centros sociales religiosos. El 6 de septiembre, la Cámara de Diputados rechazó la solicitud de reformas a los artículos 3º, 5º, 27º y 130º de la Constitución presentada por el Episcopado mexicano. La Liga de Defensa de las Libertades Religiosas, pasando por encima de la postura conciliadora de la mayoría del Episcopado, decidió levantarse en armas contra el gobierno federal. El 29 de octubre, Enrique Gorostieta, antiguo general del ejército federal, en Los Altos de Jalisco, y Rodolfo Gallegos, en Guanajuato, encabezaron el levantamiento que al grito de ¡Viva Cristo Rey! fue conocido como cristero. Había comenzado la Cristiada” (Ávila, 2013: 276).
De acuerdo con Meyer (1985a), “la Cristiada (1926-1929) fue un movimiento de reacción contra la “Revolución mexicana”, una revolución que proseguía la empresa modernizante del Porfiriato, resucitando la cuestión de las relaciones de la Iglesia; frente a un anticlericalismo radical, sumario, brutal, se levanta el pueblo católico del campo, que toma las armas para defender su fe” (387).10
El movimiento cristero adoleció política y militarmente, porque la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa fue incapaz de proporcionarle aliados urbanos. El Estado frustró cualquier tipo de alianza que favoreciera al movimiento cristero. Por ello, pactó con la jerarquía católica en 1929. El sector campesino quedó completamente devastado y así culminó la Cristiada (Meyer, 1985a).11
Se solucionó el conflicto mediante un acuerdo entre las partes: “por un lado el gobierno de Calles y por otro la alta jerarquía eclesiástica y el Vaticano, al margen del ejército fundamentalmente rural de los cristeros. Dicho pacto, conocido como “modus vivendi”, implicaba que la Iglesia católica no intervendría en cuestiones políticas y el Estado sería sumamente tolerante en la aplicación de la ley. En realidad, habría de transcurrir casi una década para que se impusiera una nueva política de conciliación entre ambas potestades” (Pérez, 2004: 123).
Este contexto sociopolítico de inestabilidad fue preponderante para que las iglesias cristianas no católicas y otras doctrinas religiosas tuvieran presencia en el escenario nacional. Tal fenómeno se evidenció aún más en el censo de 1930. En aquella época, la población en el territorio nacional ascendió a 16.5 millones, de los cuales 16.1 dijeron ser católicos, lo que representó al 97.7% de la población total. Los demás habitantes se repartieron en 130,322 protestantes, 6,743 budistas, 9,072 israelitas, 49,953 otros credos, 175,180 ningún credo, 1,785 se ignora (INEGI, 1930).
Durante esta década se observa nítidamente una disminución de 2.2% de la feligresía católica en México. De las minorías religiosas, los protestantes fueron el sector con mayor preferencia (47%), seguida de otros credos (13%), pero destaca el de los sujetos sin adscripción religiosa (35%).
Sobre la pérdida del 2.2% de católicos en el padrón de 1930, hay una cita en Meyer (1985a: 8), donde se menciona que: “El diplomático francés Ernest Lagarde estuvo con el presidente Calles el 26 de agosto, quien le dijo que “cada semana que transcurra sin ejercicios religiosos hará perder a la religión católica el 2% de sus fieles… Estaba decidido a terminar con la Iglesia y a desembarazar de ella a su país de una vez por todas. Por momentos, el presidente Calles, pese a su realismo y a su frialdad me dio la impresión de abordar la cuestión religiosa con un espíritu apocalíptico y místico””.
Si bien, la idea de nación que tenía el Estado entre 1920 y 1934 no respondía a un pensamiento sistematizado, sí contaba con objetivos claros: la centralización del poder, la modernización económica y el orden público en el país. Para lograr esas metas, el Estado debería acabar con su principal obstáculo, la incidencia de la Iglesia en la población.
En la década de 1930, el bloque opositor de la jerarquía católica consideró como lecciones los sucesos en la Cristiada. La cúpula católica llegó a la conclusión de que por medios bélicos era imposible doblegar al Estado. La finalidad era promover un modus vivendi sin dejar de manifestarse de manera pacífica por las políticas antirreligiosas.12
No importando los acuerdos entre el Estado y la Iglesia, los dirigentes en el Maximato (1928-1934), suscribieron varios decretos que limitaron el número de clérigos en las entidades del territorio nacional.13 Cuando llegó el turno al Distrito Federal, hoy Ciudad de México, se limitó a un sacerdote por 50 mil habitantes. “La Iglesia, que se había mantenido al margen, se defendió pidiendo a los seglares que pasaran a la acción legal y decidiendo después suspender los cultos en el Distrito Federal. Por intervención de Roma, la huelga comenzada el 4 de enero de 1932 se suspendió el 28 de febrero, y los 25 sacerdotes autorizados volvieron a las iglesias de la capital” (Meyer, 1985a: 359).
Como lo señala Blancarte (1993), el modus vivendi se estableció entre el Estado y la Iglesia, como una respuesta a la relación conflictiva que tenían desde finales del Porfiriato. “Si la guerra cristera representó el punto culminante de la oposición armada, el fin de ella no trajo consigo automáticamente la paz social, deseada por ambas partes” (29). Este conflicto fue todavía más hostil en la década de 1930, al grado que se trasladó a otros ámbitos sociales, como el educativo con la llamada desfanatización religiosa (Moreno, 2011).14
Para afrontar los embates políticos del Estado la Iglesia católica no dejó de reaccionar contra las medidas impuestas. Sin embargo, las presiones del sector más radical del gobierno, particularmente de la delegación veracruzana y tabasqueña en la Segunda Convención Ordinaria del Partido Nacional Revolucionario (PNR) que se realizó en 1933, obligaron a Plutarco Elías Calles a no frenar la embestida contra la Iglesia a través de la educación socialista (Martínez, 1986).15
En el mandato de Lázaro Cárdenas (1934-1940), se promulgó la reforma educativa que impulsaba la educación socialista en México. Se sabe que la educación socialista como política educativa no fue aceptada por el grueso de la población ni por la jerarquía católica, lo que ocasionó estragos en el sexenio cardenista (Montes, 2007).
De acuerdo con De la Peña (2004), Lázaro Cárdenas “no tomó directamente ninguna medida represiva en contra de la Iglesia, pero durante su administración el país padeció una agitación continua y una retórica antirreligiosa e izquierdista. Por añadidura, las escuelas públicas se vieron obligadas a confesar su fe socialista” (43).
Para 1940, el presidente Manuel Ávila Camacho dio “un viraje a fondo al régimen de la posrevolución, cuando buscó aliados en el sector privado y abandonó algunas de las políticas más radicales y ambiciosas del cardenismo” (Loaeza, 2013a: 251). De hecho, impulsó una política de reconciliación nacional y se declaró públicamente como católico, aunque no revocó las leyes anticlericales (Pomerleau, 1987).
La inestabilidad política, económica y social volvió a ser un factor preponderante en la transformación del paisaje religioso en México. Muestra de ello, se observó en el padrón de 1940. En aquel tiempo, la población en el país ascendió a 19.6 millones, de los cuales 18.9 se adscribieron como católicos, lo que representó al 97.1% de la población total. Los casi 700 mil restantes se repartieron en 177,954 protestantes, 6,664 budistas, 14,167 israelitas, 33,094 otros credos, 443,671 ningún credo, 4,417 se ignora (INEGI, 1940).
En ese lapso continuó la disminución de creyentes católicos en México. Pero lo más sobresaliente es que en una década más de 268 mil personas se sumaron a las filas de la población sin adscripción religiosa (65%). Las doctrinas protestantes fueron las de mayor aceptación (26%), seguidas de otros credos (5%).
A partir de 1940, sobrevino un asombroso y comprensible mejoramiento de la moral entre los clérigos y líderes de la Iglesia. Se reabrieron las escuelas, se restablecieron los seminarios, se crearon nuevas diócesis. Los sacerdotes exiliados de las órdenes religiosas pudieron regresar al país.16
Con el advenimiento de la Guerra Fría17 (1947-1991), el Estado Mexicano convirtió la lucha anticomunista en el objetivo central de su política externa. La Iglesia apoyó este objetivo en el ámbito doméstico. La jerarquía católica estaba abierta y explícitamente a favor de esta política gubernamental.18
Como lo indica Loaeza (2013b) “la participación de la Iglesia en este combate magnificó el componente religioso del anticomunismo mexicano, que muy rápido adquirió el carácter de una cruzada de defensa religiosa (…) el anticomunismo fue la piedra de toque de la colaboración entre el Estado y la Iglesia en la preservación del statu quo, con base en un cuerpo de valores tradicionales que trasmitían la obediencia a la autoridad, el respeto a las jerarquías de una sociedad desigual, machista y paternalista” (50).
Si bien, el anticomunismo reforzó la cooperación Iglesia-Estado y afianzó la unidad interna de la Iglesia, “la mayoría de los líderes religiosos rechazaban el socialismo revolucionario, por cuanto no era partidario de la democracia y era anticlerical, además rechazaban al liberalismo, por cuanto había minado los valores nacionales y religiosos” (Pomerleau, 1987: 232).
Esta forma de gobierno se mantuvo en México de 1944 a 1970. Sin lugar a duda, esto condicionó e influyó en el desarrollo económico, político y social de los regímenes autoritarios priistas. Tales aspectos le impusieron un sello distintivo y definieron los nuevos rumbos internos, cuya estabilidad dependía del orden regional, primordialmente de los Estados Unidos (Loaeza, 2013b; Loaeza, 2013c).19
Los acontecimientos que hemos narrado hasta este momento sentaron las bases, para que el abanico de Iglesias cristianas no católicas proliferase aún más por el territorio nacional a partir de la década de 1950, pero de esto hablaremos a continuación.
La efervescencia de iglesias no católicas en méxico, 1950-2010
De acuerdo con el censo de 1950 México tenía más de 25.7 millones de habitantes, de los cuales 25.3 millones se declararon católicos, lo que representó al 98.2% de la población total. El casi medio millón de personas restantes estaban divididas en 330,111 protestantes, 17,574 israelitas, 113,834 otros credos (INEGI, 1950). Cabe señalar que, respecto al padrón anterior, las minorías religiosas pasaron de 679,967 personas en 1940 a 461,529 en 1950, es decir, perdieron a más de 218 mil sujetos que estaban en ese rubro.
En 1950 se quitaron las categorías budistas, ningún credo y se ignora. En el rubro ningún credo se desapareció como si fuera un acto de magia, más de 443 mil individuos, cuando esta categoría representó al 65% de las minorías religiosas en el censo de 1940. Dudo que todas estas personas estuvieran adheridas a una doctrina religiosa, que hayan muerto, desaparecido o migrado en el momento que se aplicó el padrón de 1950, cuando la población total aumentó en una década en más de 6.1 millones de habitantes en el país. La constante en los cuatro padrones analizados hasta este momento es que se hubiera mostrado un altibajo, pero nunca una evaporación de población.
Podemos decir que en aquella época estaba muy restringida la diversidad de credos religiosos en México, porque los feligreses de las doctrinas protestantes, israelitas y otros credos no sumaban siquiera al 2% de la población total. En 1950, asumirse como pentecostal, como evangélico, como cristiano, como judío, como librepensador, era adscribirse como minoría religiosa en un universo católico romano, pero esto permitió construir durante varias décadas una base desde donde se impulsaron diversos valores como la tolerancia, la equidad, la libertad y el respeto.
Aunque era una sociedad absolutamente católica romana, era evidente el aumento de iglesias pentecostales, evangélicas, cristianas, históricas, protestantes y bíblicas no evangélicas en México. Esta transformación sucedió a la par de un incremento demográfico en el país. En tan sólo una década, se había pasado de 25.7 millones en 1950 a 34.9 millones de habitantes en 1960, de estos 33.6 millones se adscribieron como católicos, lo que representó al 96.4% de la población total. Más de un millón de personas estaban divididas en 578,515 protestantes, 100,750 israelitas, 137,208 otros credos, 192,963 sin religión, 221,190 no indicado (INEGI, 1960).
Para 1970, la población seguía incrementándose rápidamente en México. A partir de esta década el cambio religioso comenzó a ser más evidente por dos razones. La primera, porque en esta década el Gobierno Federal invirtió recursos económicos para la urbanización de las ciudades más importantes de cada entidad. La segunda, es que durante esta década la política económica en el país fue sometida al mercado mundial. Ambos sucesos favorecieron la concentración de la población en áreas urbanas (Sobrino, 2012).
A medida que un país se urbaniza, el aumento natural de la ciudad pasa a ser un factor cada vez más dominante. Por lo tanto, la ciudad crea su propia población excluida y no son solamente los campesinos emigrados que pueblan las villas-miseria que rodean las grandes aglomeraciones latinoamericanas (…) esta explosión demográfica ha reforzado un rápido proceso de suburbanización con una geografía dual, siempre más acentuada, y una violencia creciente, producto de la marginalidad económica de amplios sectores sociales. Esta marginalidad no es simplemente cuestión de ingreso individual, sino que forma parte de la organización espacial y física de las ciudades. Emigración, marginación y exclusión son factores afines con el estado de anomia que prevalece entre la población más pobre, que para sobrevivir necesita reconstruir su identidad y su proyecto de vida. Es por eso que la demanda de nuevos bienes simbólicos de salvación es particularmente fuerte entre estos sectores. Por eso también la distribución espacial de los nuevos templos, se refuerza en el espacio de la exclusión y de la marginación (Bastián, 1997: 87-88).
Respecto al padrón anterior el país tenía 13.3 millones de personas más. En 1970, el número de habitantes ascendía a 48.2 millones, de los cuales 46.3 millones se asumieron como católicos, constituyendo al 96.2% de la población total. Los feligreses protestantes o evangélicos ascendieron a 876,879, lo que representaba al 1.8% de la población total. Los creyentes israelitas disminuyeron en más del 50% en una década, quedando en 49,181. Otros credos aumentaron su feligresía en poco más de 13 mil, quedando en 150,329. Pero los individuos que no se adscribieron a ninguna religión crecieron en más de 575 mil, quedando en 768,448, lo que representaba al 1.6% de la población total (INEGI, 1970).
A lo largo de la década de 1970 a 1980 se vivió uno de los períodos con mayor efervescencia religiosa en México. Con base en el INEGI (1980), la población ascendió a más de 66.8 millones, de estos 61.9 millones se declararon católicos, constituyendo al 92.6% de la población total. Esto significaba una reducción de 3.6% en el número de feligreses católicos en una década. Los protestantes o evangélicos sumaron más de 1.3 millones, quedando en poco más de 2.2 millones sus devotos, lo que representaba al 3.3% de la población total. Los judíos quedaron con 61,790. Otras doctrinas acrecentaron sus filas con más de 427 mil, quedando en 578,138, lo que representaba al 0.9% de la población total. Por su parte, los sujetos que dijeron no tener religión aumentaron más de 1.3 millones, quedando con más de 2 millones, lo que representaba al 3.1% de la población total.
Analizando estas cifras, el 45% de las minorías religiosas eran protestantes o evangélicas, el judaísmo era casi imperceptible con tan sólo el 1%, con 12% ya figuraban en la escena nacional otros credos, la mayoría cristianos, mientras que el 42% de los encuestados no se adscribía a ningún credo.
Acerca de las relaciones Iglesia-Estado de 1970 a 1982, sabemos que durante el período presidencial de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), el diálogo se hizo público entre las autoridades gubernamentales y eclesiásticas, al grado que Echeverría Álvarez visitó en el Vaticano al papa Paulo VI. Por su parte, el presidente José López Portillo (1976-1982), “no sólo autorizó la visita a México del papa Juan Pablo II en 1979, sino que él mismo lo recibió en el aeropuerto y en la residencia oficial de Los Pinos” (Soberanes, 2015: 11).
No obstante, en el sexenio de Miguel de la Madrid Hurtado (1982-1988), la jerarquía católica solicitó repetidamente que se modificaran los artículos constitucionales, porque violaban sus derechos humanos. El Gobierno fue contundente, estaba dispuesto a respetar su posición, pero sin modificar las leyes (Soberanes, 2015).
La respuesta del presidente de la Madrid Hurtado reavivó la disputa entre la Iglesia y el Estado, después de cuarenta años de relativa tranquilidad y estabilidad en el país. El debate fue estimulado por la confianza que desarrollaron los líderes religiosos, como por las dificultades que enfrentaron las autoridades civiles ante los desafíos políticos, económicos y sociales más serios, desde la Revolución. El que los líderes religiosos mexicanos opinaran públicamente sobre las acciones del gobierno, representó un desafío a los acuerdos y un intento por reimplantar el poder de la Iglesia en la sociedad (Pomerleau, 1987).
Para el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), se complicaron las relaciones Iglesia-Estado. De acuerdo con la politóloga mexicana Soledad Loaeza (1996), en su discurso de toma de posesión, el presidente Salinas anunció la “modernización” de las relaciones entre ambas instituciones. Pese a que se refirió a las asociaciones religiosas en plural, fue evidente que el principal destinatario de su propuesta era la Iglesia católica. El anuncio presidencial provocó revuelo por todo el país.20
El debate nacional duró casi tres años. “Durante su tercer informe de gobierno, el 1 de noviembre de 1991, Salinas anunció la reforma constitucional en materia religiosa, y señaló tres límites a la misma: a) educación pública laica; b) no intervención del clero en asuntos políticos, y c) imposibilidad de acumulación de bienes temporales en manos de las Iglesias o agrupaciones religiosas; para esto, se encargó al Partido Revolucionario Institucional que preparara la reforma, y sus diputados federales fueron los encargados de presentarla al Congreso (...) Después de los correspondientes trámites constitucionales y de una acalorada discusión en la Cámara de Diputados, se aprobó por una gran mayoría, salvo por los diputados del Partido Popular Socialista. El 28 de enero de 1992 se publicó en el Diario Oficial de la Federación el decreto que reformaba los artículos 3, 5, 24, 27 y 130 de la Constitución federal en materia religiosa” (Soberanes, 2015: 12).
Meses más tarde, el 15 de julio de 1992, fue publicada en el Diario Oficial de la Federación la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público. Esta hace referencia a la libertad religiosa (artículos, 3, 5 y 24) y a las relaciones entre el Estado y las iglesias (artículos 27 y 130), que habían sido reformados, por decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación el 28 de enero de 1992.
Sin embargo, la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público en vez de que haya armonizado la relación entre las Iglesias y el Estado ha fomentado una discusión acalorada hasta nuestros días, por el interés que tienen ciertos grupos parlamentarios y líderes religiosos, para poder incidir en los temas más relevantes de la agenda nacional.
Con el devenir de la pluralidad religiosa emergieron socialmente en México, otras doctrinas y cultos religiosos de la más diversa índole (De la Torre y Gutiérrez, 2007; Hernández y Rivera, 2009). Desde entonces, esta tendencia se ha mantenido en las siguientes décadas en el territorio nacional. De acuerdo con el INEGI (1990), la población de 5 años y más ascendió a 70.5 millones, de los cuales 63.2 millones se adscribieron como católicos, equivalente al 89.7%. En otras palabras, más del 10% de la población total ya no se identificaba como católico romano en el país. Mientras que las iglesias protestantes o evangélicas continuaron sumando creyentes, quedando con poco más de 3.4 millones, lo que representaba al 4.9%. La doctrina judaica contabilizó a 57,918 feligreses. Otras doctrinas engrosaron sus filas y pasaron la barrera de 1 millón, correspondiente al 1.4%. Las personas sin adscripción religiosa ascendieron a más de 2.2 millones, equivalente al 3.2%.
Para finales del segundo milenio, las iglesias no católicas expresaban públicamente con mayor libertad sus proyectos sociales, lo que les permitió tener más presencia en el escenario nacional. Esto se vio reflejado en el XII Censo General de Población y Vivienda 2000, donde el INEGI reestructuró la redacción de la pregunta para dar sólo dos opciones cerradas al entrevistado (“católica” y “ninguna”) e incluyó una respuesta abierta en caso de que su contestación fuese “otra religión”. Esta respuesta fue clasificada en el Catálogo de Religiones diseñado por el propio INEGI, en el cual empleó tres credos, diez grupos, trece subgrupos y 107 denominaciones religiosas.
De acuerdo con el INEGI (2000), la población de 5 años y más en México era de más de 84.7 millones, de estos 74.6 millones se declararon católicos, correspondiente al 88%. Las doctrinas protestantes y evangélicas prosiguieron añadiendo feligreses y sumaban hasta ese momento a más de 4.4 millones, equivalente al 5.2%. Las iglesias bíblicas no evangélicas, donde se ubican los Testigos de Jehová, Adventistas del Séptimo Día y la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (mormones), cuentan con más de 1.7 millones de devotos, equivalente al 2.1%. De estas doctrinas sobresalen los Testigos de Jehová, con más de 1 millón 57 mil creyentes, seguido de los adventistas con más 488 mil y los mormones con más de 205 mil. De hecho, de las doctrinas no católicas romanas en el país, la que más creyentes suma son los Testigos de Jehová. Los judíos únicamente eran 45,260. Otras religiones ascendieron a 261,193. Más de 2 millones 282 mil personas no se adscribieron a un credo religioso, correspondiente al 3.5%.
En el 2010, fecha del bicentenario de la Independencia de México y del centenario de la Revolución Mexicana, los datos ejemplifican la diversidad de religiones y la pluralidad de creencias. Con base en el XIII Censo de Población y Vivienda, quienes profesan una religión distinta a la católica romana o no tienen adscripción religiosa, son casi 15% de la población y para su clasificación fueron necesarias más de 250 categorías religiosas. Las Asociaciones Religiosas diseminadas por el territorio nacional ascienden a 7,616, de estas 3,223 son católicas romanas y 4,393 son de otras tradiciones religiosas. Los ministros de culto ascendieron a 68,041 (INEGI, 2011).
En esos años, ya había más de 112 millones de habitantes en México, de estos, 92.9 millones dijeron ser católicos romanos, lo que representaba al 82.8%. Las iglesias protestantes, donde el INEGI ubicó a las pentecostales, cristianas y evangélicas, tuvieron más de 8.3 millones de feligreses, correspondiente al 7.5%. Las doctrinas bíblicas no evangélicas, sumaron a más de 2.5 millones de creyentes, equivalente al 2.3%. Mientras que los sujetos que declararon no tener ninguna religión fueron más de 5.2 millones, constituyendo al 4.7% de la población total.
En suma, podemos decir que de 1900 a 1970, el porcentaje de población católica romana pasó de 99.9% a 96.2%, y de 1990 a 2010 su feligresía pasó de 89.7% a 82.8% (INEGI, 1930, 1970, 1990, 2011). Las religiones que más han crecido en el país son las protestantes históricas o reformadas, pentecostales, evangélicas, cristianas y las bíblicas no evangélicas, como Testigos de Jehová, Adventistas del Séptimo Día y la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (mormones). Otro dato importante es el aumento de la población sin adscripción religiosa.
Con base en el INEGI (2011), actualmente se pueden distinguir ocho regiones diferenciadas religiosamente en México, siendo estas las siguientes:
Como se puede apreciar en la región Oeste y Centronorte se concentran los estados con mayor catolicismo romano, en contraste con la región Suroeste y Sureste, donde el escenario religioso es mucho más diverso que en el resto del país, porque en esta zona se encuentran las entidades con mayor concentración de población indígena y con menor catolicismo como son Campeche, Chiapas, Guerrero, Oaxaca, Tabasco, Yucatán y Quintana Roo, las cuales se distinguen por ser territorios de expansión de iglesias protestantes, evangélicas y doctrinas bíblicas no evangélicas (Gutiérrez, 2018).
En cuanto a la transformación del paisaje religioso en el contexto indígena mexicano se puede observar en los datos proporcionados por el INEGI (2011), donde se alude que más de 5.2 millones de personas mayores de tres años que hablan una lengua originaria son católicas, mientras que 1.7 millones no lo son, esto representa al 24% del total de la población indígena en el país. De este número de individuos, casi un millón está adscrito a doctrinas protestantes, pentecostales, evangélicas o cristianas, poco más de 113 mil son adventistas, más de 207 mil indígenas están adheridos a otras doctrinas religiosas, y alrededor de 366 mil no tienen religión. El cambio religioso entre los pueblos originarios está estrechamente ligado a la marginalidad social de la que han sido objeto históricamente.
A manera de conclusión, podemos afirmar que el escenario religioso se ha transformado a nivel nacional. Como se ha ilustrado, prácticamente ha desaparecido la hegemonía que ostentaba la Iglesia católica, apostólica romana en México. En otras palabras, la Iglesia católica dejó de ser una opción religiosa para muchos. Esta mutación en el panorama religioso fue el resultado de diversos acontecimientos políticos y sociales derivados de la Independencia, que se aceleraron en la Reforma, período donde se constituyó el derecho a practicar públicamente la religión que uno eligiera y se rechazó la imposición doctrinaria. Aunque esto no alteró la preferencia del pueblo por el catolicismo, permitió que las Iglesias protestantes se asentaran legalmente en el país.
No obstante, a partir de la década de 1970 –cuando de forma exponencial crece la población y se empieza a urbanizar el país–, las doctrinas protestantes ocuparon un lugar preponderante en el escenario nacional. En este período se aprecia con claridad la efervescencia de denominaciones no católicas, donde sobresalen las iglesias pentecostales, evangélicas, bíblicas no evangélicas, sin religión, religiosidades de la Nueva Era o populares como la Santa Muerte, Niño Fidencio, Jesús Malverde y San Pascualito. Las causas de la pérdida de feligreses católicos son múltiples y van desde una doctrina ortodoxa, una estructura eclesial rígida, una moral religiosa desacreditada, prácticas vetustas, carencia de clérigos, ausencia en las periferias urbanas como en espacios rurales, entre otras.
El aumento de creyentes protestantes y el decrecimiento de feligresía católica se viene dando a través de un proceso de modernidad, laicidad y secularización. Como fruto de este proceso, observamos un cambio ponderado en los perfiles religiosos de la población, una transformación en las preferencias religiosas y, por ende, un incremento de la pluralidad religiosa en México.
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2 Por campo religioso vamos a comprender a la competencia por el monopolio en la gestión de los bienes de salvación y del ejercicio legítimo del poder religioso entre diferentes instancias, instituciones o individuos (Bourdieu, 2006).
3 “El período conocido como la Reforma se inicia a partir de la salida de Santa Anna y el triunfo del movimiento revolucionario impulsado por los suscribientes del Plan de Ayutla. El 4 de octubre de 1855 la Junta de Representantes del Plan designó en Cuernavaca al general Juan Álvarez como presidente interino, quien convocó a un Congreso Constituyente” (Gómez, 2016: 73).
4 Para los liberales católicos “la libertad religiosa constituía, no sólo un derecho natural sino uno de los requisitos para lograr la colonización del territorio nacional por parte de sujetos emprendedores que, una vez admitida la tolerancia religiosa, habrían de establecerse en la República para su engrandecimiento y prosperidad” (Como se cita en Patiño, 2011: 78).
5 “Don Porfirio dio el ejemplo manteniendo relaciones personales frecuentes con los obispos. Mons. Ruiz y Flores cuenta en sus memorias que el presidente le pedía que fuera a visitarlo siempre que se encontrara de paso en la capital, para hablar de los asuntos públicos y de la marcha de su diócesis” (Meyer, 1985b: 46).
6 Un ejemplo claro, fue lo que sucedió con la Iglesia Metodista Episcopal, pues tan sólo “la congregación de la Ciudad de México, centro de la actividad, era también en 1910 el centro administrativo de 53 templos y 38 casas pastorales repartidos en siete distritos administrativos, con 6,283 miembros, 42 pastores y 30 predicadores locales. Contaba además con unas cincuenta escuelas primarias, secundarias, comerciales, preparatorias y teológicas” (Bastian, 1983: 43).
7 El 15 de mayo de 1891, el Papa León XIII promulgó la carta encíclica Rerum Novarum (“De las cosas nuevas” o “De los cambios políticos”). Fue una carta que dirigió a “los venerables hermanos patriarcas, primados, arzobispos y obispos todos del orbe católico que están en gracia y comunión con la Santa Sede Apostólica”, que versa sobre la explotación laboral de los obreros en el Mundo. En ella, el Papa manifestó su apoyo a los trabajadores para organizarse en Sindicatos o Asociaciones como parte de su derecho laboral: “¡Qué prosperidad material y natural, qué frutos espirituales y sobrenaturales, no se han derivado, para los obreros y para sus familias, de las uniones católicas! ¡Cuán eficaz y oportuna ha sido, según las necesidades, la labor de los Sindicatos y las Asociaciones en pro de la clase agrícola y media, para aliviarles las angustias, asegurarles la defensa y la justicia, y de esta suerte, al mitigar las pasiones, preservar de perturbaciones la paz social!” (León XIII, 1971: 49). La solución propuesta por el pontífice señalaba que el Estado, la Iglesia, el empresario y el obrero debían trabajar unidos.
8 “La crisis política y económica que asolaba al país a principios del siglo XX tuvo como uno de los principales factores de descontento la situación prevaleciente en el campo mexicano, caracterizada por un enorme contraste entre la concentración de tierras en unas cuantas manos, frente a la miseria de numerosas familias campesinas, lo cual alimentó los afanes revolucionarios, que incluyeron la cuestión agraria en sus principales planes y proclamas” (Gómez, 2016: 87).
9 “El artículo 3 de ese texto prohibió la enseñanza religiosa en las escuelas y estableció como obligatoria la educación pública y laica; el 5 desconoció los votos religiosos de los sacerdotes, equiparándolos con la esclavitud; el 13 prohibió la personalidad jurídica a toda organización religiosa; el 27 prohibió a las organizaciones religiosas poseer propiedades y determinó que los templos eran propiedad de la Nación; finalmente, el 130 estableció al Estado como la entidad rectora del culto religioso” (Ávila, 2013: 267).
10 “La historia del conflicto entre la Iglesia y el Estado es inseparable de la Cristiada dado que es la que la engendra (…) La Constitución de 1917 otorgaba al Estado el derecho de administrar la “profesión clerical”; la Iglesia se encontraba en la misma situación jurídica que antes de la Independencia, con la diferencia de que el Estado era agresivamente antieclesiástico” (Meyer, 1985a: 7).
11 “No existe registro de la cantidad de vidas que se perdieron durante la Guerra Cristera, aunque según Larin (1968), los cálculos apuntan a una cantidad de entre 25,000 y 70,000 muertes. La brecha entre tales cantidades es evidentemente amplia; empero, aún en el supuesto de que la cifra de decesos oscile alrededor de la primera su magnitud es muy considerable si se piensa en que la población de México en la década de 1920 era de 14 millones” (Molina, 2014: 182).
12 De acuerdo con Blancarte (1993), “El modus vivendi, término que se utilizó originalmente para describir los arreglos entre la Iglesia y el Estado en México en 1929, corresponde en realidad a un acuerdo establecido sólo entre 1936 y 1938. De hecho, el período que comienza en esta última fecha no se puede comprender cabalmente si no se analiza, así sea en forma somera, la etapa precedente. Ésta se inicia con los “arreglos” de 1929, que dieron fin oficial a la guerra de los cristeros” (29).
13 “Tras dirigir con gran acierto la presidencia de Portes Gil, Calles comprendió perfectamente cómo podía mantener su dominio. Durante seis meses jugó el mismo papel que Obregón había jugado cuando él había sido presidente, enfrentándose a las mismas dificultades, pero con mayor poder, pues procuró que los presidentes (tres en seis años) fueran serviles. Sin necesidad de asumir la presidencia, hizo y deshizo, y controló todos los ministerios. Con razón fue apodado el jefe máximo y de ahí el nombre otorgado a dicho período: el Maximato” (Meyer, 1992: 159).
14 “Durante la presidencia de Plutarco Elías Calles, el todavía débil ejercicio de la violencia por parte del Estado buscaba en el enfrentamiento en contra de la Iglesia y los católicos la disminución significativa de la capacidad organizativa de un grupo que tenía las posibilidades de oponérsele” (Como se cita en Moreno, 2011: 47).
15 La noción “educación socialista” era muy ambigua. La mayoría de los profesores no comprendieron la idea y hubo demasiada confusión en su ejecución, porque la pedagogía de “la educación socialista se basó en una mala traducción de las obras de los educadores soviéticos, mismas que se habían mostrado inviables en la propia URSS” (Castillo, 1968: 406).
16 Durante este período de restauración, el líder religioso más influyente fue Luis María Martínez y Rodríguez, Arzobispo Primado de México (1937-1956). Ejerció su ministerio con elocuencia, cautela y sagacidad logrando la paz entre la Iglesia y el Estado. Fue íntimo amigo del Presidente Manuel Ávila Camacho (1940-1946), del Presidente Miguel Alemán Valdés (1946-1952), y del Presidente Adolfo Ruiz Cortínez (1952-1958). (Pomerleau, 1987).
17 Se llamó Guerra Fría al “enfrentamiento entre el comunismo anticapitalista de la revolución de octubre, representado por la URSS, y el capitalismo anticomunista cuyo defensor y mejor exponente era Estados Unidos” (Hobsbawm, 1998: 149).
18 “Desde 1946, sino es que antes, el gobierno mexicano apoyó con toda naturalidad la cruzada anticomunista promovida por Estados Unidos, pues coincidía con los cambios políticos que se habían producido en el país desde finales del sexenio cardenista, cuando la corriente radical de la élite revolucionaria fue relegada a un distante segundo plano” (Loaeza, 2013b: 48).
19 “Desde la guerra de 1847, la vecindad con Estados Unidos fue un factor de consideración en la organización política de México; cien años después, la guerra fría acentuó esta influencia. En la primera etapa de la Guerra Fría de Estados Unidos en América Latina, su política de contención del comunismo pendía como la espada de Damocles, sobre los gobiernos de la región. El mexicano no estaba exento de esta amenaza y para su defensa recurrió a una alianza político-ideológica con la superpotencia con la que compartía una frontera indefendible de 3000 kilómetros, así como al nacionalismo revolucionario, al sistema autoritario y al mismo presidencialismo” (Loaeza, 2013c: 55).
20 Ni el presidente Salinas, ni las autoridades eclesiásticas, previeron que el balance final de su sexenio arrojara un resultado contradictorio y plagado de interrogantes, en lugar de uno positivo, derivado, en parte, por dos sucesos que empañaron las relaciones. El primero, la muerte violenta del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo en una balacera en el aeropuerto de Guadalajara el 24 de mayo de 1993. El segundo, el levantamiento armado en tierras chiapanecas el 1 de enero de 1994. En ambos acontecimientos estuvieron involucrados personajes religiosos que pusieron al descubierto la densidad política de las relaciones Estado-Iglesia (Loaeza, 1996).
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